Catar un vino consiste en someterlo al análisis de los sentidos. Esta cata sensorial se realiza en tres fases: visual, olfativa y gustativa. Nos centramos ahora en la fase gustativa, la última y más decisiva.
Antes de nada recordar que aprender a catar es una cuestión de práctica. Solo catando muchos vinos y ejercitando los sentidos y la memoria seremos capaces de identificar y asociar sensaciones. Además, debemos probar muchos vinos y aprender un vocabulario sencillo de cata: ¿cuándo decir que un vino es equilibrado, estructurado, breve, sedoso…?
Para analizar el vino en boca, ¿cómo empezamos? Hay que ingerir un poco de vino; un pequeño sorbo es suficiente para analizar su perfil gustativo. Podemos repetirlo, pero siembre con pequeños tragos que se pasean por la boca, la lengua y el paladar.
Sabores, tacto y aromas
La lengua o papilas gustativas captan los sabores básicos: dulce, salado, ácido, amargo y umami. Además, el vino en boca también nos aporta información que afecta a otros sentidos: el tacto y los aromas. Tiene que ver con el tacto porque, al paladear un vino, éste nos deja en lengua y encías sensaciones rugosas, ásperas, de sequedad… o por el contrario, sensaciones sedosas. También tiene que ver con el tacto el hecho de percibir en boca sensaciones térmicas como la calidez o frescura.
Por otro lado, los aromas mantienen una estrecha relación con la fase gustativa: cuando hablamos de vino de sabor afrutado, especiado, herbáceo… En realidad lo que percibimos son aromas que se han volatilizado en el interior de nuestra boca y llegan a nuestra nariz a través de la vía retronasal.
Sensaciones táctiles y térmicas
Al paladear el vino percibimos diferentes sensaciones, que son las que nos van a permitir definir sus características en boca y evaluar su calidad:
- Sensaciones táctiles. Tienen que ver con las sensaciones de volumen que nos deja un vino en boca, es decir, con su estructura y cuerpo. Esta sensación de corporeidad o solidez es aportada principalmente por los taninos. Los taninos son compuestos vegetales que se encuentran en el hollejo de las uvas y también en la madera de las barricas. El tanino noble, sedoso o suave se encuentra en los grandes vinos cuyas uvas se vendimiaron en el momento óptimo y realizaron la crianza en roble de calidad, y nos deja en boca un tacto suave y sensaciones aterciopeladas. En el caso contrario, notaremos sensaciones de astringencia, aspereza o sequedad en lengua y encías.
Los vinos que se elaboran en contacto con madera tienen una mayor estructura/cuerpo y son más tánicos, puesto que, a la carga tánica procedente de la uva, hay que sumar el aporte que se produce por parte del roble -barricas, fudres, tinos y otros formatos de madera- durante el tiempo que permanecen juntos (fermentación y/o crianza). Los vinos jóvenes -sin crianza- suelen ser vinos de cuerpo ligero, con menor contenido en taninos y, por tanto, con menos estructura y sensación de corporeidad. - Sensaciones térmicas. El vino está compuesto principalmente por agua, alcoholes, ácidos, azúcares, minerales y compuestos fenólicos como los taninos. Las sensaciones térmicas son aportadas por dos sustancias: el alcohol y la acidez. El alcohol aporta sensación de calidez, e incluso ardiente. Por su parte, la acidez produce sensación de frescura.
Cualidades de un gran vino
A la hora de definir un gran vino, algunos catadores profesionales se guían por el acrónimo BLIC: Balance + Length + Intensity + Complexity. Dicho en español: Equilibrio + Longitud + Intensidad positiva + Complejidad.
A un vino de calidad se le demanda equilibrio. ¿Y cuándo se produce ese equilibrio? Cuando estos tres elementos se presentan de forma armoniosa: la estructura (sensación de solidez/taninos), la acidez (frescura) y el alcohol (calidez). Un buen vino tiene que tener estos tres componentes en equilibrio, ninguno de ellos en exceso. Por ejemplo, si catamos un vino con alto grado de alcohol y con poca acidez, nos dará una sensación ardiente y pesada.
La intensidad en los vinos tintos está relacionada, sobre todo, con el alcohol y los taninos, que como ya hemos dicho, aportan volumen y estructura. Además de estructura, a un gran vino se le demanda “carne o músculo”, es decir, azúcares o glicerina (que suavizan el vino) e intensidad de sabores. Y todo ello acompañado de nervio: acidez.
Es muy diferente catar tintos a catar blancos. Los vinos blancos tienen, por lo general, menos taninos y menos estructura (debido a que no se elaboran en contacto con los hollejos, donde se encuentran los taninos de las uvas). Por tanto, el esqueleto de los vinos blancos está vinculado sobre todo a la acidez.
La longitud está ligada a la persistencia del vino una vez ingerido. Podemos contar cuántos segundos permanece el sabor del vino. Hay vinos que persisten muy poquito, les llamamos breves; y otros que son muy largos, con mucha persistencia. La persistencia es un síntoma de calidad: cuanto más persistencia, mejor.
En resumen, nuestro Director Técnico, Jaime Bermúdez, define los grandes vinos así: “Un gran vino tiene que tener una alta intensidad aromática y gustativa que provoque el máximo placer y disfrute. Son vinos de gran armonía, donde el equilibrio y la elegancia están en consonancia con la potencia y la estructura, y las sensaciones frutales (tanto en nariz como en boca) se funden con las de una delicada crianza en barricas sin predominar unas sobre otras, demostrando una total plenitud de sabores y complejidad de aromas. Los grandes vinos son amplios y con volumen, pero a la vez delicados y sedosos en el paso de boca, con gran diversidad de matices y un largo y complejo final que perdura con intensidad”.